Han pasado muchos meses desde que empecé a escribir este libro. Puedo decir sin temor a mentir que he llevado la carga de esta obra día tras día. Es natural que el enemigo odie la propagación de la verdad de Dios. En consecuencia, me ha atacado y asaltado sin cesar. Gracias a Dios que su gracia me ha sostenido hasta ahora. Muchas veces pensé que era imposible continuar escribiendo debido a que la presión que soportaba mi espíritu era demasiado fuerte y que la resistencia de mi cuerpo era demasiado débil. Sí, incluso llegué a desesperar de la vida. Sin embargo, todas las veces que me sentí abatido me fortaleció el Dios a quien sirvo, según su promesa y por medio de las oraciones de muchos. Hoy he terminado la tarea y me he librado de la carga. ¡Qué alivio siento! Hoy ofrezco reverentemente este libro a nuestro Dios. Puesto que ha llevado a cabo lo que Él empezó, mi oración ante Él es que bendiga estas páginas para que cumplan su misión en su iglesia. Pido a Dios que bendiga a todos los lectores para que puedan encontrar el camino recto y aprendan a seguir al Señor totalmente. A partir de ahora mi espíritu, junto con mi oración, sigue el curso posterior de esta obra. Que Dios la use según su perfectísima voluntad. Hermanos, se considera prudente que un escritor no muestre demasiado entusiasmo por su propia obra, pero ahora voy a ignorar este precedente. Lo hago no por haber escrito el libro, sino por el depósito de verdad que hay en él. Si el libro lo hubiera escrito otro, creo que me sentiría más libre para atraer la atención de la gente hacia él. Así pues, debo pediros perdón por tener que hablar como si no fuera mío. Conozco la importancia de las verdades contenidas en este libro, y por el conocimiento que tengo de la voluntad de Dios creo que van a satisfacer las urgentes necesidades de esta era. De una cosa estoy seguro, por más que esté equivocado en otras cosas: no tenía la más mínima intención de realizar esta tarea, y si la escribí fue únicamente porque el Señor me ordenó hacerlo. Las verdades de estas páginas no son mías, me las dio Dios. Incluso mientras lo escribía, Dios me bendijo con muchas bendiciones nuevas. Deseo que mis lectores entiendan claramente que no tienen que considerar esta obra en absoluto como un tratado sobre la teoría de la vida y la campaña de guerra espirituales. Yo mismo puedo atestiguar que he aprendido estas verdades a través de mucho sufrimiento, pruebas y fracasos. Casi se puede decir que cada una de estas enseñanzas han sido marcadas con fuego. Y no digo estas palabras a la ligera: salen de lo profundo del corazón. Dios sabe bien de dónde proceden estas verdades. Al componer los tomos no intenté agrupar los principios similares o relacionados entre sí. Simplemente los mencionaba cuando surgía la necesidad. En consideración a su extrema importancia quizás he tocado una o más verdades muchas veces, esperando que de este modo los hijos de Dios las recuerden mejor. Únicamente por medio de la repetición se retendrán las verdades y solo se aprenderán estudiándolas. «La palabra, pues, de Jehová les será mandamiento tras mandamiento, mandato sobre mandato, renglón tras renglón, línea sobre línea, un poquito allí, otro poquito allá; de modo que vayan a caerse de espaldas, y sean quebrantados, caigan en la trampa y queden apresados los burladores... Por cuanto habéis dicho: Tenemos hecho un pacto con la muerte, e hicimos un convenio con el Seol; cuando pase el turbión del azote, no llegará a nosotros, porque hemos puesto nuestro refugio en la mentira, y en la falsedad nos esconderemos» (Is. 28:13, 15). Me doy cuenta de que hay muchas contradicciones aparentes en la obra, pero el lector deberá recordar que son de veras aparentes, no reales. Como este libro trata de asuntos del reino espiritual, está expuesto a muchas contradicciones teóricas aparentes. A menudo las cosas espirituales parecen contradic- torias (2 Co. 4:8, 9). No obstante, todas encuentran su perfecta armonía en la experiencia. Por esta razón, aunque hay cosas que parecen imposibles de comprender, os pido que pongáis todo vuestro empeño en comprenderlas. Si alguien desea hacer una interpretación errónea, sin duda alguna que podrá sacar de estas páginas cosas diferentes de las que he querido comunicar. Tengo la impresión de que únicamente un tipo de personas compren- derá de veras este libro. Mi propósito original era proveer a las necesidades de muchos creyentes. Está claro que solo aquellos que tengan necesidad podrán apreciar el libro. Éstos encontrarán aquí una guía. Otros considerarán que estas verdades son ideales, o las criticarán por encontrarlas inadecuadas. El creyente comprenderá lo que está escrito aquí según la medida de su necesidad. Si el creyente no tiene una necesidad personal, no resolverá ningún problema con la lectura de estas páginas. Esto es lo que el lector debe evitar. Cuanto más profunda es la verdad, más fácil es acabar teorizando. Sin la obra del Espíritu Santo nadie puede alcanzar verdades profundas. De este modo algunos tratarán estos principios como una especie de ideal. Así pues, tengamos cuidado de no aceptar nuevamente estas enseñanzas del libro en la mente y engañarnos pensando que ya las hemos hecho nuestras. Esto es peligrosísimo, porque el engaño que viene de la carne y el espíritu maligno irá en aumento de día en día. El lector también debería vigilar para no usar el conocimiento que obtenga de estas páginas en criticar a otros. Es muy fácil decir que esto es del espíritu y que aquello es de la carne, pero ¿no sabemos acaso que nosotros mismos no somos ninguna excepción? Recibimos la verdad para liberar a la gente, no para encontrar defectos. Al criticar nos demostramos a nosotros mismos que somos menos anímicos o carnales que los que criticamos. El peligro es gravísimo, y en consecuencia debemos ser muy prudentes. En mi primer prólogo mencioné un asunto que merece ser repetido y ampliado en este punto. Es de la mayor importancia que jamás intentemos analizarnos. Al leer un tratado como éste, sin darnos cuenta podemos estar haciendo activamente autoanálisis. Al observar el estado de nuestra vida interior tendemos a analizar en exceso nuestros pensamientos y sentimientos y los movimientos del hombre interior. Esto puede resultar en mucho progreso aparente, aunque en realidad sólo consigue que el tratamiento de la vida del yo sea mucho más difícil. Si persistimos en inspeccionarnos, perderemos nuestra paz por completo, porque de pronto descubrimos la discrepancia existente entre lo que esperamos y nuestro estado real. Esperamos estar llenos de santidad, pero encontramos que nos falta santidad. Esto nos inquieta y al mismo tiempo nos preocupa. Dios no nos pide nunca que hagamos este exceso de instrospección. El hacerlo constituye una de las principales causas del estancamiento espiritual. Nuestro descanso está en mirar al Señor, no a nosotros mismos. Seremos libres de nuestro yo en el grado en que miremos al Señor. Descansamos en la obra terminada del Señor Jesucristo, no en nuestra experiencia cambiante. La verdadera vida espiritual no depende de continuos exámenes de sentimientos y pensamientos, sino de mirar al Salvador. Que ningún lector se confunda y piense que debe oponerse a todo acontecimiento sobrenatural. Mi intención es simplemente que os quede bien grabada la necesidad de comprobar si algo es o no es de Dios. Creo muy sinceramente que muchas experiencias sobrenaturales vienen de Dios. He sido testigo de gran número de ellas. Sin embargo, debo reconocer que, en la actualidad, muchos fenómenos sobrenaturales son falsos y engañosos. No tengo la más mínima intención de convencer a nadie de que rechace todo lo sobrenatural. Simplemente señalo en este libro las diferencias básicas de principio entre estas dos clases de manifestación. Cuando un creyente se enfrenta con cualquier fenómeno sobrenatural, debería examinarlo cuidadosamente según los principios revelados en la Biblia, antes de decidir si lo acepta o lo rechaza. En cuanto al tema del alma, sinceramente creo que la mayoría de los cristianos oscilan de un extremo al otro. Por un lado acostumbramos a considerar que la emoción es anímica, y en consecuencia rápidamente catalogamos de anímicos a los que se emocionan o se entusiasman con facilidad. Por otro lado olvidamos que el ser racional no le hace a uno en absoluto espiritual. Este juicio erróneo de espiritualizar una vida racional debe ser evitado de la misma manera que también hay que evitar el juicio erróneo de confundir con espiritualidad una vida predominantemente emocional. Y otra cosa más: no debemos jamás reducir la función de nuestra alma a una inactividad mortal. Antes, quizá, nunca habíamos contemplado nuestro sentimiento y nuestra emoción anímica con algo de interés y hemos vivido acordes con este hecho. Sin embargo, más adelante nos hemos dado cuenta de nuestro error y ahora suprimimos estas emociones por completo. Una actitud semejante puede parecernos muy buena pero no nos hará más espirituales. Si mi lector entiende erróneamente este punto y poco importa si poco o mucho, sé que su vida «se secará». ¿Por qué? Porque su espíritu, sin ninguna oportunidad de expresarse, quedará aprisionado por una emoción amortiguada. Y después de esto hay otro peligro: es decir, que al suprimir en exceso su emoción el creyente terminará convirtiéndose en un hombre racional, no espiritual, y de esta manera seguirá siendo anímico, aunque de una forma diferente. Sin embargo, la emoción del alma, si expresa el sentimiento del espíritu, es valiosísima, y a su vez el pensamiento del alma, si revela el pensamiento del espíritu, puede ser muy instructivo. Me gustaría decir algo sobre la parte final del libro. Teniendo en cuenta la fragilidad de mi cuerpo, parecería el menos adecuado para escribir sobre este asunto, pero quizás esta misma fragilidad me permite una mayor penetración puesto que sufro más debilidad, enfermedad y dolor que la mayoría de la gente. En incontables ocasiones parecía que iba a desanimarme, pero gracias a Dios he podido terminar de escribir esta parte. Espero que los que hayan tenido experiencias similares en sus tiendas terrenales aceptarán lo que he escrito como un ofrecimiento de la luz que he conseguido en las tinieblas en que he andado. Por supuesto, son innumerables las controversias que se han suscitado por todas partes sobre la curación divina. Puesto que éste es un libro que trata básicamente de principios, rehúso entrar en discusión con otros creyentes sobre detalles. He dicho en el libro lo que me sentí guiado a decir. Lo que ahora le pido al lector es que en los fenómenos de enfermedad discierna y distinga lo que es de Dios y lo que es del yo. Confieso que hay muchas cosas incompletas en el presente libro. Sin embargo, he puesto todo mi empeño en él y os lo ofrezco. Conociendo la seriedad del mensaje contenido le pedí a Dios con temor y temblor que me guiase en todo. Lo que aquí hay escrito lo presento a la conciencia de los hijos de Dios; a ellos les corresponde meditar lo que he dicho. Reconozco que una obra que intenta desvelar las estratagemas del enemigo provocará, sin duda alguna, la hostilidad del poder de las tinieblas y la oposición de muchos. No he escrito con la idea de buscar la aprobación de los hombres. En consecuencia, no me afecta esta oposición. También comprendo que si los hijos de Dios obtienen ayuda de la lectura de este libro pensarán en mí más de lo conveniente. Permitidme deciros sinceramente que solo soy un hombre, el más débil de los hombres. Las enseñanzas de estas páginas revelan las experiencias de mis debilidades. Hoy el libro está en las manos de los lectores. Esto es totalmente debido a la misericordia de Dios. Si tenéis el valor y la perseverancia de leer la Primera parte y de continuar luego con las demás quizá Dios os bendiga con su verdad. Si ya habéis terminado de leer toda la obra, os suplico que la volváis a leer al cabo de un tiempo. Amados, volvamos una vez más nuestros corazones a nuestro Padre, alleguémonos a su seno por fe y saquemos de Él vida. Confesemos de nuevo que somos pobres, pero que Él es rico; que no tenemos nada, pero que Él lo tiene todo. Sin su misericordia somos pecadores indefensos. Démosle gracias con gratitud en nuestros corazones porque el Señor Jesús nos ha dado gracia. Padre Santo, lo que tú me has confiado ahora está aquí en este libro. Si te parece bueno, bendícelo. ¡En estos últimos días guarda a tus hijos de la carne corrupta y de los espíritus malignos! ¡Padre, edifica el Cuerpo de tu Hijo, destruye al enemigo de tu Hijo y apresura la venida del Reino de tu Hijo! ¡Dios Padre, te miro, me entrego a Ti y te deseo!
CLIE
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